LO QUE USTED, JOVEN,
NO SABÍA
Lo
que usted, pequeño mercader en potencia, no sabe es que años antes de que usted
naciera se firmó un tratado que le incumbía. Sí, yo decidí aquello que mejor
supuse para todos sus iguales. Y créame que la decisión fue sencilla.
Fue
tomando una copa de whiskey y fumando tabaco importado cuando caí en la cuenta
de que si administraba adecuadamente las variables, conseguiría toda una
generación de empresarios que, ciegos por el dinero y la competitividad, no se
detuviesen a pensar en cómo yo había adquirido aquellos placeres ligeros.
La
cosa primera era hacerle a usted creer que formaba parte de la población
acomodada y afortunada por vivir en el primer mundo. La caridad por aquellos
que no tienen, por aquellos de los que usted podría valerse, había de quedar
arrinconada por el miedo a convertirse en uno de ellos, por el agradecimiento
hacia el hecho de que su sistema lo mantenga en la cumbre (que aunque nubosa o
podrida, cumbre es).
Después,
sería bueno generarle un poco de insatisfacción respecto a su cultura. (Amigo
mío, ¡Dios bendiga el marketing!) Pero claro, una insatisfacción que sea yo
capaz de resolver. Pues mire, señor, es que así mataría dos pájaros de un tiro,
porque si yo controlo sus necesidades, usted depende de mí. Y de paso, si logra
usted, por un casual, autorrealizarse dentro de mi red de artimañas, rompiendo
los grilletes explícitos, sentirá que ha doblegado mis métodos de algún modo.
Si con eso se siente satisfecho, ¿habré yo de preocuparme porque quiera usted
desmontar mi disciplina?
Y
sin embargo había algo que me preocupaba: las malditas ratoneras de
intelectuales y los hormigueros de iguales reunidos. Y es que seamos francos señor, si se
juntan libros y jóvenes, incertidumbre e interacción, las baldas de los
cimientos (sean éstos cuales sean) tiemblan como hombres asustados. Pero suelo
tener grandes ideas, y así se me ocurrió que su futuro fuese sentenciado antes
de que usted y sus compañeros pudieran decir nada, ¿por qué no?, hacer que
ustedes percibieran sus propias expectativas, generadas desde fuera, como
inamovibles.
Elaboré
un decreto, que ahora le revelo, iba en detrimento de su autonomía. Decidí
convertir las ratoneras y los hormigueros en escaparates mucho más atractivos,
en cuyas paredes no quedase más objetivo que el de que le firmen unos cuantos
títulos, cuantos más mejor, con los que pueda usted alimentar su vanidad de
catedrático. Y no se preocupe, todo esto se lo costearía yo, pues no se me
olviden de que toda su gloria aquí descrita a mí me hace feliz (y de paso rico,
por qué no decirlo, me sale gratis la formación de mis trabajadores inexpertos)
Así,
lo que usted no sabía es que ha de quedarse hoy, sentado en esos banquillos de
guardería. Sí, señor, sí. Quédese, y mire atentamente a la pizarra (digital,
que les hace a ustedes pensar menos), que mientras les tengo entretenidos, como
burros en busca de miel, pensando en el sueldo que obtendrán cuando adultos, yo
saquearé sus hogares y los del vecino; con guante blanco, por supuesto.
Déjeme
decirle, cuando entre usted a la universidad, procure no aprender, que entonces
le empezará a doler lo que yo hago. Si ellos premian su esfuerzo, va bien
encaminado (y profesores, háganme el favor de no premiar al alumno que intente
hacer algo fuera de lo que les mandan en clase y procuren que su ocio no vaya más allá de un
par de cañas y fútbol).
Lo
que mis pequeños señores no sabían es que, desde niños, iban a verse los pies
devorados por las raíces de un régimen que no les es legítimo, por la
imposición de unas normas que los mantienen en el mismo patrón pero evitando la
comunicación entre ellos.
Lo
mejor, es que no saben la satisfacción que siento cuando me miran altivos y
creen que, porque les llame de usted, yo los respeto.
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